martes, 18 de mayo de 2010

El gato de Ana

Nunca soporté la caricia de un gato, ese resbalarse silencioso por entre las piernas y esa huída sospechosa al buscar cogerlos con las manos. Su ronroneo ronco me obligaba a pensar en palabras no dichas, frases humanas que viajaban en su interior y que esconden terribles secretos.

Mis padres no entendieron mi desprecio a sus fotos, su ropa, su pequeña colección de semillas. Creyeron que mi indiferencia hacia todo, incluyendo mis hijas, era una forma absurda y despiadada de no enfrentar mi pérdida. Después de la muerte de Ana nunca más quise saber nada de ella. Excepto su gato. De todo lo que quedó tras de ella, sus libros, sus discos, el mundo, su gato fue lo único que logré soportar a mi lado. Sin entenderlo, y sin buscar hacerlo, me acompañé cada día con él, sus pasos suaves y grises no irritaban el silencio de la casa, ni quebraban esa burbuja de humo que construían mis cigarros.

Cada noche, luego de la cena, desaparecía durante un par de horas fuera de la casa, quizá sabiendo que era mi tiempo para leer o dibujar en mi libreta. Se marchaba sin ruido mientras yo me cambiaba los zapatos y me metía en una piyama. El sonido en la cocina me anunciaba que ya había escapado por su puertecita sin avisar ni preguntar. Era entonces cuando yo regresaba a la sala y buscaba algún libro o tomaba mi lápiz y marcaba líneas sin sentido en mi libreta, líneas que llegaban a formar una cara, una mano, una rodilla, todo como escondido en el silencio, queriendo salir del papel donde se hundían.

Fue hasta hoy que, luego de tantas horas de paseo, el gato volvió más tarde que de costumbre. Mis manos, temblorosas por el ron, habían dibujado sin querer otras manos que se apoyaban en la tierra, sus dedos parecían débiles ruinas que se desploman en la noche, bajo el peso de la muerte, ausentes de las miradas impotentes de quienes las quieren de pie. El gato entonces acarició mi pierna. Cuatro años habían pasado desde la muerte de Ana y desde entonces el gato no me tocaba. Su caricia despertó mi piel hacia una horrenda previsión. Como de costumbre su mirada fija en mis ojos me provocó desconfianza, su pelaje gris, inmóvil, parecía buscar una mano, un contacto que le sacara de encima esa quietud, ese silencio, esa sangre que se tragaban sus parches blancos y que se escurría hasta sus patas suaves y tensas que se apoyaban sobre mí y sobre mis ruinas. Ana había vuelto con nosotros.


(Abril de 2010)

miércoles, 12 de mayo de 2010

Semana daltónica: sílabas extrañas.


Es difícil hablar de la influencia de un artista en otro que busca serlo, porque además creo que hay personas, vivas o muertas, de este siglo o de otro, que se acercan a nuestras vidas y las tocan, si les dejamos hacerlo, más que a un nivel artístico. Muchos escritores me han enseñado técnicas, trucos, juegos, el humor y la broma, pero pocos han tenido otra influencia, una más humana y tierna. Roque ha sido otra cosa.

Para mí, Roque tiene cara de país.

Desde mis lecturas, primordialmente latinoamericanas, descuidé por un tiempo la herencia propia, las voces que surgieron desde las vivencias cotidianas en algunos de los años más difíciles para El Salvador (que parecieran ser todos los años). Ahora su voz remueve las heridas de los de ayer, de los de ahora.

Mi historia es una historia simple, sin poesía y sin magia, mi historia es la historia de un amor suave, lento, pero permanente y fuerte, que crece en los poemas de amor.

Mi historia es la de un amor a distancia.

Yo conocí a Roque hace muchos años, lo vi de lejos un día durante el colegio, bachillerato creo haber estado cursando cuando lo conocí. Él era para mí un poeta comunista, un poeta rojo, un poeta a secas. Lo recuerdo delgado, ojeroso y poco interesante para una niña que apenas empezaba a abrir sus ojos al mundo. Sus temas de conversación eran extraños, hablaba de ser un pobre poeta que hacía de todo, comía de todo, hablaba de todo... me aburrían sus quejas, su país en llanto. Mi vida, rodeada de fantasía y deseosa de misterio, enloquecía con otra gente, gente que hoy en día ya ni quiero recordar.

Sin querer un día encontré a otros hombres que, sin imaginarme siquiera, me despertaron al amor. Julio, Ernesto, Jorge fueron mis tres amores de adolescente, fueron esos romances inmediatos y absurdos que perduran y reviven en cada mirada de encuentro y reconocimiento. Mis ideas se transformaron con sus vidas, sus palabras me descifraban como un laberinto y sus espejos me reflejaban las inquietudes, las preguntas, los miles de universos que en mí se crearon desde entonces. Volví al juego, a las rayuelas y los tigres azules, me vi soñar entre los brazos de París. Y conocí la soledad, los túneles que nos separan y alejan del amor deseado.

Roque, tan silencioso y dolido, se mantuvo distante durante esos años, aunque yo sabía que buscaba saber de mí, seguía mis pasos y esperaba, esperaba su momento.

Miguel Mármol nos presentó cuando yo entré a la universidad. En ese entonces ya estaba enamorada del amor, vivía en romance con quien me diera palabras de arco iris. Me encantaba disfrutar de besos suaves que tornaban en escandalosos y salvajes entre los árboles de la universidad. Me dejaba llevar por quien tuviera la capacidad de construirme nuevos mundos, de contarme pequeñas anécdotas de misterio y de conflicto; esos años fueron mis mejores años, mi definición y mi compromiso conmigo misma y de la mano con tantos.

Pero entonces volví a verlo. Miguel vino un día y me dijo “Sentate, hay alguien que quiere conocerte”. Cuando lo vi recordé su aburrimiento y sus palabras raras. Fingí una cita con una amiga, recordé un compromiso con mi hermana, y Roque no dijo nada, solo sonrío y deslizó su cigarrillo a otra parte.

A los días lo encontré sentado en un banco de madera cerca de mi casa. Se veía cansado, triste, pero expectante. Fueron inútiles mis excusas. Se acercó y sin mediar palabra me beso con la ternura que de alguna manera siempre reconocí pero que nunca quise tocar con mis manos, menos con mis labios. Su boca y su voz habían cambiado, o quizá mis oídos eran ya menos sordos a sus palabras. Sin darme cuenta me encontré escuchando sus miedos, su dulzura para con el mundo, me identifiqué con su sueño de contar historias, de hablar de la señora de la esquina, de la puta que camina bajo la lluvia en la madrugada, del soldado que tiene más miedo que cualquiera, solo porque no sabe todavía. Me enamoró por noches enteras, devoré su voz y caminé sobre su tiempo y su espacio. Miguel había sido nuestro puente y lanza.

Pero no volví a verlo por muchos años.

Supe de él. Incluso creo haber rozado sus brazos una noche y sentir su aliento cerca una tarde frente a mi espejo. Lo vi en mil rostros, en los niños, en los ancianos, en los jóvenes que morían en los periódicos. Lloré con él la muerte, el odio, la guerra constante del que oprime. Él estaba sin estarlo, sonreía conmigo y con la gente que me rodeaba y me llevaba a entender, a sentir la piel del mundo, a respirar la sangre del otro. Lo sentía conmigo cuando mis palabras ya no eran vacías, cuando mi voz se convirtió en una amenaza, en una mano que se levanta y canta su vida. Caminó conmigo en las calles, vació su silencio en mis ojos y recordó el miedo y el dolor que ya no era mío, sino de todos. Roque estaba, Roque se levantaba conmigo y me llevaba, me caminaba sin saber yo que repetía pasos más viejos, más hondos que el tiempo.

Treinta y cinco años pasaron, treinta y cinco años se metieron en mí y en mis letras, treinta y cinco años sin tenerlo acá, pero estando siempre. Treinta y cinco años y me dicen que ha muerto. Ha muerto dicen y hace mucho.

Julio también murió, Jorge quedó ciego me cuentan. Murió, murieron muchos, casi 12 ó 13 cada día, murieron todos ahogados en la sangre de quienes están, de quien se enamoró una vez de ellos, de quien encierra en sus cuerpos los ecos de sus voces y las suelta cada año para volver a besarlos.

Hoy lo beso en la muerte y Roque sonríe en su ternura, la desdobla con la dulzura de quien sabe que regaló más que un beso. Incluso a quien lo amó desde la distancia.


(Texto leído en actividad programada por Cátedra Libre Roque Dalton para el 35 aniversario de su muerte, 11 de mayo de 2010)


Monólogo de soledad

Chistoso que la gente se queje siempre de lo aburrido que es todo. Yo soy de las que no se quejan. ¿Para qué? Ni uno gana nada ni le quitan nada que le sobre, aunque si me sobrara preferiría que no me lo quitaran, por más feo y chuco que sea lo que tenga. Pero no, ahí anda la gente quejándose de todo, hasta de lo que no deberían. El otro día, por ejemplo, gran escándalo que armaron por una tontada. Ve que yo no lo entiendo, si tienen se quejan, si no también. Como si que es costumbre la cosa.

La Chabelita es otra, se la pasa día y noche en la quejadera. Que la vieja de enfrente que jode, que la de al lado ni habla, que el marido ya ni llega. Habla y habla y aunque le busque no encuentro que diga algo. Yo por mi lado nunca he andado hablando más de la cuenta, por eso no me ando metiendo en líos. No señor.

Pero no, la Chabelita y su marido es un tema que nunca acaba. Ahora resulta que el viejo verde se anda metiendo con la cipota de la Clara, como doce años tiene pero bien alebrestada que está la bichita. Hombre chuco, aunque la monita tampoco se queja. La cosa es que la Chabelita ahí anda en un mar de lágrimas, la pobre. Yo le digo que se aguante, que no hay de otra, que los viejos estos así son de calenturientos. Yo como de mi Arsenio no me quejo. Chuco igual que todos, pero responsable; eso sí. Éste es de los que si andan en sus travesuras más buenos son con uno, como si que les remuerde la conciencia a los muy desgraciados. La primera vez si me le enojé, me le di una encabronada que quedó curadito como unos tres años. Pero ya las otras me resbalaron, para qué va andar uno fregándose la vida por los hombres, suficiente con aguantarles su modito rancio que tienen todos. Y otros son peores, porque con uno les agarra la calentura y ahí andan jodiéndola a uno a cada rato. No, mi Arsenio no. Él se busca su monita para eso. Mejor.

Ay pero la Chabelita no. Esa niña va sufrir en esta vida, ya es la tercera vez que el marido está en las andadas y ella siempre en el drama, en la chilladera. Yo le digo no mi hijita, si los hombres así son, ya les viene en la sangre. Lo que pasa es que a uno no, uno es más calmadita en esas cosas. Pero la pobre más llora y los bichitos que no paran de reírse por la chata de su mamá, monitos malcriados. Ay Dios, la vida.

Pero yo no me quejo, no, yo rapidito aprendí como era la cosa y listo. Y para dónde pues si no hay de otra. Con mi papá igual, y mi mamá que ya se lo podía la loca se hacía. Es lo mejor. Así los hombres se quedan con uno más tiempo, y otros, como el Arsenio, hasta más buenos son con uno. Por eso yo le digo a la Chabelita que ella es boba, mucho lo friega al hombre, tanto que ya ni llega el viejo verde. Chuco. A mí siempre me cayó mal. Siempre ha sido más calenturiento que todos los de aquí de la colonia; y tan feíto que es para colmo. No. Yo no sé qué es lo que tanto le ve la Chabelita, pobre. Pero ahí está la mujer, llora que llora, esperando todas las noches a ver si se le ocurre al hombre darse su aparecida por la casa. El Arsenio puntual llega siempre, bien sabe que de seis a ocho, ocho y media, le doy para que se vea con la monita que tiene. Bonita dicen que es la bichita. A saber... yo nunca la he visto ni la quiero ver, dicen que eso es lo malo: saber quién es. Quizá por eso la Chabelita anda así. Yo le dije no mujer, no ande queriendo saber más de la cuenta. Pero como no me escuchó la mensa, pues hasta merecido se lo tiene. Entre menos se sabe mejor.
Ah, pero este Arsenio también a veces se me pela. Ayer bien noche vino, y como se ven las cosas hoy también se le hizo la tarde. Ya es la tercera vez que le agarra la tarde. Pero hoy le quito la maña. Éste entiende rápido, medio le paro la trompa y ya anda ahí que sólo es atenciones conmigo; a saber qué a de creer, quizá piensa que con el corvo le voy a dar si me entero, como si yo no supiera ya. Menso que es. A ver con qué excusa viene ahora, si es que viene, porque tanto nunca se había tardado; pero no me deja, no se atreve. Digo yo verdad porque uno nunca sabe. La doña Carmen me dijo hace días que me pusiera las pilas, que a veces los más apaciguados son los más desgraciados de todos. Quién sabe. De todos modos los niños ya hace rato que están bien dormiditos y si éste no viene pues ni modo. No va a ser la primera vez que me eche la noche sola, llorando.


(Junio de 2002)

Las visitas de mi padre

El 18 de julio de 1990 nuestro padre murió de un ataque al corazón. Mi hermano logró verlo siete años después sentado en su sala fumando un cigarrillo. Luego le ocurrió a la menor de nosotros, Beatriz, mientras veía la televisión él se le acercó por la derecha y le pidió un vaso con agua. La situación llegó a afectarla mucho más que a mi hermano, no pudo recuperarse desde entonces. La vida tiene curiosas maneras de recordarnos los demonios internos, a Beatriz éstos la enloquecieron.
Mi padre era un hombre tranquilo, pasivo, casi inmóvil; le gustaba fumar por las tardes y leer por las noches, caminaba arrastrando los pies y nunca nos dijo ni siquiera torpes, aunque muchas veces lo fuimos, especialmente con él. Mamá había muerto unos años antes que él, sufrió un accidente automovilístico que la dejó en coma durante tres semanas y media, a los veinticinco días de estar en coma murió mientras mi padre le cambiaba el agua a las flores que le había comprado esa mañana; mi hermano me relató que mi padre sólo la había observado durante unos minutos para luego salir de la habitación y nunca más entrar. Fue la última vez que vio a su esposa después de veintidós años de casados. Desde entonces mi padre no hablaba más que lo justamente necesario, por otro lado nadie le pedía más, nuestra relación con él nunca había sido buena y luego de la muerte de mi madre él se aisló mucho más, nosotros no pudimos más que ceder a su lejanía.
Después de unos meses de la muerte de mi madre ya nuestra dinámica era inamovible, él vivía en su habitación leyendo y fumando, Beatriz se encargaba de darle sus comidas y mi hermano y yo los manteníamos. Nosotros hablábamos a veces en la habitación de Beatriz o de Fernando, mi hermano, y nos venía un poco de culpa cuando lo escuchábamos toser o caminar por su cuarto, solo y en silencio. La muerte de mi madre fue un golpe muy grande para nosotros, rompió todo medio de comunicación entre nosotros y mi padre, todo contacto se fue reduciendo a intercambios monosilábicos y a saludos de buenos días y buenas noches, ya ni siquiera le decíamos padre o papi como le llamaba Beatriz.
Cuando Beatriz comenzó la universidad papá permanecía solo en la casa casi todo el día, sin embargo ni aun estando solo salía de su habitación, siempre que llegábamos de improvisto lo encontrábamos sentado en su cama fumando, o simplemente sentado como esperando algo, quizás a mi madre.
Ni a él ni a nosotros nos visitó nunca nuestra madre, sin embargo mis hermanos sí lograron verlo a él cuando finalmente falleció. Fernando me llamó una noche como a las diez para preguntarme cómo me encontraba y si se encontraba bien mi esposa, me pareció de lo más extraña su preocupación y le pregunté qué quería o si le ocurría alguna cosa. Entonces me contó. Me dijo que hacía tan sólo unas horas lo había visto, se encontraba sentado en el sillón de su casa, observando una fotografía de su novia y Oscarito, su hijo, cuando él se acercó notó que su mano izquierda sostenía un cigarrillo a punto de quemar sus dedos, por un momento dudó si debía advertirle de ello o salir corriendo como idiota. La línea telefónica exclamó un silencio durante unos segundos, mi hermano tenía miedo. Le dije que quizá lo había imaginado todo, o que quizás había sido sólo un sueño que se confundió fácilmente con la realidad, creo que inventé otra excusa pero ya no la recuerdo, quizá porque ni yo mismo la creí. Balbuceó algo y me dijo que tenía que dormirse ya, le tocaba abrir la tienda de su suegro en la mañana y no quería llegar tarde, el viejo andaba con ganas de quitárselo de encima y él no podía darle el gusto. Me colgó el teléfono y yo regresé a la cama junto a mi esposa, no pude dormir en toda la noche.
Cuando volví a hablar con mi hermano él ya había olvidado todo, o trataba enfurecidamente de hacerlo, se encontraba irascible y cansado, más bien agotado; su suegro lo había corrido y la novia estaba a punto de mandarlo al diablo así que estaba planeando irse a vivir con Beatriz a la casa. Para ese tiempo Beatriz vivía con una amiga en la casa que había sido de nuestros padres, estudiaba y trabajaba y casi nunca pasaba ahí. Unos días después de hablar con Fernando ella me llamó por teléfono muy molesta para decirme que Fernando quería ir a invadir su espacio, que ella no tenía la culpa de que la mujer lo corriera y de su irresponsabilidad y su estupidez. Cuando colgamos me forcé a entender que la relación con la amiga había pasado a otro nivel y que ese era realmente el motivo por el que no dejaba mudarse a Fernando. Le llamé a mi hermano para decirle que se buscara otro lugar, pero ya no fue necesario, al suegro le había dado derrame cerebral y había quedado más loco que mandado a hacer; ahora él manejaba la tienda.
Recuerdo una noche en que invité a mi hermano y su, en esos tiempos, reciente esposa a cenar en mi casa y ver unas películas viejas que había logrado encontrar en una videoteca del centro. Mi esposa nos preparó una cena suave y deliciosa que mi hermano no llegó a apreciar, al final pude lograr al menos su conformidad y nos fuimos a hablar un poco más al patio de atrás. Unos cigarrillos y los juegos de nuestros hijos nos acompañaban la plática tranquila y lenta, en un momento mi hermano hizo referencia al olor del cigarrillo y recordó el olor de los cigarrillos que fumaba mi padre. Me dijo que esa noche ese olor había quedado en el aire durante casi una hora y que su esposa también lo había sentido. No niego que en ese momento mi cuerpo sufrió un escalofrío completo. Sabía que no lo había imaginado, sabía que su padre había estado en su casa fumando mientras observaba una fotografía de su hija y de su esposa, sabía que había estado ahí sentado, en silencio, quizás esperando, como siempre. No pude decirle ya nada, su miedo se había convertido en tristeza y nostalgia, lo vi en sus ojos cristalinos, lo noté en su voz callada, en ese silencio que cerró el comentario y nunca más lo volvió a abrir.
Con Beatriz todo fue diferente, aunque en realidad nada lo había sido, quizá sólo era ella, su estado, su vida. En esos días se encontraba viviendo sola, su novia había salido del país debido a una maestría que estaba realizando y ya tenía varios meses de encontrarse en una casa vacía y silenciosa. Ella llegaba por las noches a la casa, se servía la cena y se iba a la sala a comer mientras miraba la televisión, esa noche ya se encontraba un poco adormitada cuando mi padre le pidió un vaso con agua. Ella no pudo decir nada, ni siquiera logró moverse, mi padre se le acercó más y se lo pidió nuevamente, necesitaba tomarse unas pastillas, necesitaba agua. Beatriz me lo contó tartamudeando y mezclando la historia con cosas que tenía que tener hechas para mañana. Traté de tranquilizarla y la invité a irse conmigo a la casa para que pasara la noche ahí con nosotros, no me hizo caso alguno y se puso a preparar unos papeles en un fólder azul, pensé en obligarla a reaccionar pero me rendí ante mi artificial preocupación, salí de la casa y me dirigí al supermercado a comprar las cosas que me había pedido mi esposa.
Al día siguiente Fernando me llamó a la oficina para decirme que Beatriz había llegado a buscarlo a la tienda, que él no había estado en ese momento pero que su esposa la había visto rara, que le había contado que mi padre le andaba pidiendo cigarrillos toda la noche, que lo oía toser en la otra habitación y que lo veía triste, que parecía tener varios días de no dormir. Me preocupé y pedí el resto del día, con Fernando la buscamos en casa pero en ella no se encontraba nadie (hasta ahora caigo en la cuenta que más que a ella era a él a quien buscamos en la casa ese día) Luego fuimos a la universidad pero tampoco logramos encontrarla en ese lugar. Regresamos a su casa y la encontramos acostada en su cama, enrollada como gusano y temblando como si estuviera congelándose. La llevamos donde un médico y pudimos mantenerla estable unos días, después de una semana volvió a verlo y ya nunca volvió a ser igual. Luego de unos meses nos resignamos y la internamos en un hospital, ninguno de nosotros podía (tampoco quería) cuidarla y la novia parecía haberse quedado a vivir en otro país. La visité durante un tiempo pero poco a poco fui olvidándome de ella. Ella también se fue olvidando de mí, recuerdo que la última vez que fui a visitarla ya ni siquiera llegó a hablarme, todo lo que decía iba dirigido a él. Luego de unos años Beatriz murió, mi hermano y yo le dimos sepultura pero ninguno logró liberar una lágrima por ella, la culpa en nosotros lloraba hacia adentro.
Mi hermano viajó con su familia hacia el exterior un año después y desde entonces no recibo de él más que una carta anual que ya no sabe qué contar, así que mejor no cuenta nada. No lo extraño, como no extraño a Beatriz, ni a mi madre y mucho menos a mi padre. Después de tantos años he logrado comprenderlos, he logrado entender su vida, al menos en parte, y eso me ha dado cierta tranquilidad, cierta paz que toda mi vida esperé. Mi hermano siempre le achacó a mi padre su frialdad hacia mi madre, su indiferencia, su mal trato para con ella. Beatriz reclamó su atención, siempre deseó que la viera como una mujer, que la acariciara con ternura y se enorgulleciera de ella como creía lo hacía con mi madre, mi hermana mantuvo ciertos celos hacia mi madre que afectaron la relación que pudo haber construido con mi padre. Por mi parte, siempre pedí de él una plática, complicidad, un acompañamiento, al menos, de mi soledad, de la suya. Tanto tiempo ha sido necesario para poder tenerlo, tanto tiempo ha recorrido mi cuerpo para poder al fin sentarme en mi cuarto y poder fumar con tranquilidad y paz en este silencio que nos acompaña, poder mezclar mis palabras y las suyas como el humo de dos cigarrillos diferentes y lejanos por los años y el silencio. Su plática me acompaña, su tos carrasposa me anuncia su presencia, sus pasos me guían por el final de mi vida.


(Julio de 2005)

miércoles, 7 de abril de 2010

No me gustan las introducciones

En cada cosa que surge de un pequeño acto de decisión furtiva, nace un efecto, una consecuencia, un impacto bueno, malo, positivo o negativo, estúpido o genial. Este será estúpido. Como los 364,574,248 blogs que he dejado atrás, este, es un intento más por asentar ciertas nociones de algo, ciertos pensamientos sobre eso, cierta percepción extraña de aquello. No definiré el blog, suficiente es definirme como un comodín.

Claro, habrá que recordar que el comodín puede jugar como cualquiera de las cartas.